Isabel Allende: la reina de las ventas
POR MARÍA PAULINA ORTIZ, EL TIEMPO. – Isabel Allende, la mujer a quien el poeta Pablo Neruda le dijo alguna vez que era una pésima periodista, se convirtió en la escritora latinoamericana número uno en ventas: sus libros se han traducido a 37 idiomas y solo una de sus obras, La Casa de los Espíritus, ha vendido más de sesenta millones de ejemplares en el mundo. A sus 71 años, la leyenda de las letras chilenas, la aguerrida exiliada, la madre que perdió a su hija Paula, afirma que su camino no habría sido el mismo sin la figura del dictador Augusto Pinochet.
No es fácil hacer cuentas con la obra de Isabel Allende. Uno solo de sus libros, La casa de los espíritus, ha vendido más de sesenta millones de ejemplares en el mundo. Sus novelas, que ya son más de veinte, saben apoderarse de los primeros lugares en ventas tan pronto aparecen en las librerías.
Algo pasa con la literatura de Allende, gústele o no a la elevada crítica literaria. Fue así con su primera obra –que llegó al cine protagonizada nada menos que por Meryl Streep, Glenn Close y Jeremy Irons– y es así con su libro más reciente, El juego de Ripper, que ya está en los primeros lugares en los países de habla hispana y pronto le sucederá lo mismo en lengua extranjera, sin duda. Sus libros se han traducido a treinta y siete idiomas.
Isabel Allende Llona, chilena, 71 años, madre de dos hijos, abuela de tres nietos, ha sabido ir caminando con el tiempo. En esta nueva obra, por ejemplo, ya no hay rasgos del realismo mágico de La casa de los espíritus: aparece, sí, el thriller mezclado con los juegos de rol, temática que ha inspirado muchos de los recientes best-sellers.
Isabel Allende, con más de treinta premios en su haber, reside hace varios años en una casa en California, con un marido norteamericano (su segundo esposo) y una vida más en inglés que en español. Allá, en su casa, cada mañana, Isabel saluda a Paula, su hija que murió a principios de los noventa, después de permanecer un año en estado de coma; una historia que el mundo conoció cuando Allende la contó en su libro titulado Paula, que publicó en 1994 y sigue siendo leído por miles. Esa muerte, y el golpe militar de Augusto Pinochet, fueron dos hechos que marcaron la historia de esta mujer.
Comenzó su carrera literaria con un éxito mundial, La casa de los espíritus. ¿Cómo hizo para sentarse a escribir la segunda novela?
Primero, me costó mucho que alguien quisiera leer el manuscrito de La casa de los espíritus. Fueron muchos rechazos hasta que cayó en manos de Carmen Balcells, en Barcelona, que se convirtió en mi agente y empujó mi libro. Cuando la novela se publicó en varios idiomas y tuvo ese éxito tan rápido, que nadie esperaba por supuesto, Carmen me llamó y me dijo: “Cualquiera puede escribir una buena primera novela, porque es la historia que se lleva adentro. El escritor se prueba en la segunda novela”. Pero yo –que no alcanzaba a sentir el efecto que estaba teniendo La casa de los espíritus porque en ese tiempo vivía en Venezuela y todo el éxito del libro sucedía en Europa– ya tenía un tema en la cabeza para esa posible segunda novela. La había empezado a escribir inocentemente. Y cuando la terminé, entonces sí comenzaron a llegar los cheques y los comentarios de La casa de los espíritus. Pero yo había pasado ya el primer susto, digámoslo así.
Y desde ahí, cada libro: un best-seller…
He tenido mucha suerte. Pero cuando escribo nunca me planteo cuánta gente lo va a leer ni cómo lo van a recibir los críticos. No me hago esas preguntas. Para mí es una aventura y lo que me interesa es entretenerme. Por supuesto que puedo fracasar en cualquier momento. Eso es parte del riesgo de cualquier oficio, no solo de este.
Usted empezó con el periodismo. ¿Es verdad que un día el poeta Pablo Neruda dijo que usted era una pésima periodista y no quiso darle una entrevista?
Así fue. Y la verdad es que yo era una pésima periodista. Pésima. Pablo Neruda me dijo: “Mira, tú mientes todo el tiempo, inventas las historias, pones en boca de las personas cosas que no han dicho. Todo eso, que son defectos en el periodismo, son virtudes en la literatura, así que mejor dedíquese a escribir ficción, mijita”. Aprendí mucho del periodismo. El manejo del lenguaje, por ejemplo, la forma de hacerlo efectivo para agarrar al lector, la investigación de un tema, el trabajo bajo presión. La mayor parte de los escritores escriben para ellos mismos sin pensar en el público que va a leerlos. Y tienen todo el tiempo en sus manos. Yo tengo esa mentalidad del periodista que me lleva a trabajar pronto, a entregar rápido. Y si me toca que escribir once horas seguidas para lograrlo, lo hago. Eso me lo dejó el periodismo y se lo agradezco mucho.
¿Antes de La casa de los espíritus había escrito algo?
No. Había escrito como periodista, nada más. Quizá algunas obras de teatro, pero el teatro se hace en colaboración con tanta gente que al final esa gente aporta más que uno, echaban más ideas al saco. Cuando empecé a escribir La casa de los espíritus, incluso, tampoco lo hacía con todo el tiempo para ello. Yo estaba trabajando en una escuela y solo podía escribir de noche y los fines de semana. Claro que cuando me sentaba me salían las páginas a borbotones.
He leído que usted le inventaba cuentos a sus hijos…
Ah, eso sí, y fue un estupendo entrenamiento. Después hice lo mismo con mis nietos, también. Era un juego. Cada uno me decía la palabra que quisiera. Por ejemplo, uno me decía tesoro, otro me decía sirena, y el tercero, escarabajo. Y con esos tres elementos yo les armaba una historia. Lo hacía en menos de diez segundos porque ya estaba entrenada. Era cosa de todas las noches. Y ellos se ponían de acuerdo para buscar las palabras más difíciles posibles.
La figura de su abuelo, que inspiró un personaje de La casa de los espíritus, parece haber sido determinante a la hora de tomar su camino como escritora. ¿Fue así?
No tanto mi abuelo. Mi camino habría sido otro sin Pinochet. Lo que determinó mi rumbo y cambió mi vida completamente fue el golpe militar en Chile. Porque me obligó a salir de mi país. Y al irme, todo lo que yo había hecho –ya estaba lanzada en una carrera de televisión y periodismo– no servía para nada. Tenía que empezar de cero. Cómo sería que terminé administrando una escuela, ¡yo, que no sé ni sumar! Sin ese golpe militar y sin tener que salir, no habría hecho ese ejercicio de nostalgia que es La casa de los espíritus. Empecé a llenarme de una necesidad muy grande de recordar, de plasmar todo en el papel para no olvidar, porque vivía en el exilio.
¿Usted se fue tan pronto tumbaron a Salvador Allende?
Fui la última de la familia en salir de Chile. Porque yo no creía que esa situación pudiera durar. Pensaba que un país con la larga tradición democrática chilena no iba a tener un golpe militar y una dictadura por mucho tiempo; estaba convencida de que los militares volverían a sus barracas y que habría una elección. Pues estaba muy mal informada porque los militares se quedaron diecisiete años.
¿Por qué eligió Venezuela para irse a vivir?
Porque era de los pocos países latinoamericanos donde había trabajo, hablábamos el mismo idioma y tenía posibilidad de conseguir visa. Para el momento en que nosotros salimos ya no aceptaban chilenos ni en Costa Rica ni en México ni en otros países a los que habían ido muchos compatriotas. Habíamos salido tantos chilenos, que ya no nos querían. Ni a Argentina ni a Brasil ni a Uruguay se podía ir porque había dictadura. Así que llegamos a Caracas, que fue como llegar a un país escandinavo: así más o menos era la diferencia con lo anterior. Porque yo venía de un país atormentado, pobre, sombrío, que estaba viviendo bajo el régimen de terror; un país andino, de gente muy sobria, sin ningún ritmo para la vida. Y llegué a Caracas, un país verde, generoso, exuberante, hedonista, erotizado; donde las mujeres se ganaban todos los concursos de belleza del planeta, donde todo el mundo iba a la playa, y nadie trabajaba. Una maravilla. Viví trece años allá con mis hijos. Tengo un nieto que nació en Venezuela y un hermano que se quedó para siempre. Me unen muchos lazos con ese país.
¿Cómo ve hoy a Venezuela?
Hace muchos años que no voy. Pero tengo amigos allá, que son de izquierda (incluso algunos de ellos fueron guerrilleros en los años sesenta) que están desesperados con la situación de Venezuela. No tengo un solo amigo ni un solo familiar que esté a favor de lo que está sucediendo con el Gobierno venezolano en este momento. Ahora, creo que el Gobierno ha hecho mucho por los pobres, sin ninguna duda. De otro modo no tendría ese apoyo popular. Sin embargo, la clase media, la clase profesional, está frita. Y la gente está descontenta porque hay mucho desorden. El asesinato reciente de la reina de belleza muestra que Caracas es la capital mundial del crimen. Y ese es un título que ninguna ciudad quiere tener.
Volvamos a la nostalgia. ¿Usted sintió que se le estaba yendo Chile de la memoria y por eso comenzó a escribir?
Sí, para recuperar esas memorias que empezaban a diluirse. Mi país, mi familia, las anécdotas de mi abuelo que se estaba muriendo y con él se iban las generaciones pasadas. Me sentía sin raíces.
Dice que hasta ese momento no había escrito nada. ¿Era buena lectora?
Había leído a casi todos los escritores del boom de la literatura latinoamericana, que en ese momento estaban en su apogeo. García Márquez, José Donoso, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Octavio Paz. Ellos eran como un coro de muchas voces distintas pero armoniosas que contaban América Latina a los latinoamericanos. Nos daban una idea de quiénes éramos. Y también nos daban libertad para imaginar. Creo que sin haber leído a todos esos grandes escritores yo no me habría sentido tan libre de lanzarme a contar así, sin ningún escrúpulo.
¿Desde el principio creyó que valía la pena lo que escribía, que ahí podía haber un libro para publicar?
Eso no te podría decir. Porque yo escribo como leo. Lo hago con una tremenda ansiedad, con apuro, con pasión, sin analizar nada. Después me encuentro con los críticos de frente, claro. Pero no pienso en eso cuando escribo. Yo no me siento a oír mis párrafos en voz alta ni vuelvo a leer mis libros.
¿No tiene un proceso de reescritura?
Cuido mucho el lenguaje y eso, sobre todo porque vivo en inglés, entonces de repente me encuentro escribiendo la frase mal en castellano, con el verbo al final y otras estupideces por el estilo. En España tengo un corrector de pruebas que me ayuda en esa parte y me quita todos los “willismos”… Mi marido se llama Willy y él cree que habla español, así que yo termino escribiendo como él habla. Ya te podrás imaginar las correcciones que hay que hacer. Muchas.
¿Cómo estructura sus historias?
No tengo plan. Empiezo con una idea vaga, a veces es la idea de un lugar o de un tiempo. Digamos que se me ocurre escribir sobre la fiebre del oro, entonces me pongo a investigar la época en que sucede y el lugar, y van saliendo ideas sin tener todavía ni los personajes ni lo que les va a pasar a ellos. Luego, en el ejercicio diario de sentarme horas frente a la computadora, se va creando un mundo y van apareciendo historias y personajes en la medida en que los necesito.
¿Alguien lee sus manuscritos?
Antes los leía mi mamá, con un lápiz rojo en la mano. Y teníamos unas peleas horrendas porque a mi mamá no le gusta nada de lo que yo escribo… Bueno, no le gusta nada de lo que hago, en general. Pero ya hace como cuatro libros que no los lee porque dice que está muy vieja y ya no entiende el mundo de hoy. Ahora el libro se va directo a España y allá lo leen los editores y luego el corrector de estilo.
Con su apellido, Allende, ¿no pensó nunca en tomar el camino de la política?
No. Mi prima, que se llama Isabel Allende como yo, sí lo hizo y es senadora. La parte política de la familia es la de Salvador Allende. Yo me crié con la familia de mi madre, que es muy conservadora y muy católica. Por suerte yo no tengo nada de eso. Pero sí crecí en ese lado. Salvador Allende era primo de mi padre. Lo conocí mucho porque mi padre se fue de mi vida cuando yo tenía como dos o tres años y la única persona de la familia Allende que permaneció cerca de mi madre y de nosotras fue Salvador Allende, con su mujer y sus hijas. Nosotras nunca volvimos a ver a mi padre. Y un tiempo después, mi mamá se casó con un buen amigo de Allende y, cuando él fue presidente, nombró a mi padrastro embajador en Argentina. Así que había una conexión también por la amistad entre ellos.
Esa ausencia del papá, de figura paterna, ¿se siente en sus libros?
En todos. No hay ningún padre presente en mis libros. O está ausente o es inalcanzable o está muerto. No es algo voluntario, me sale de esa manera cuando escribo. Es una cosa inconsciente, lo que confirma que uno siempre sale entre líneas, sin poder evitarlo. Las ideas que uno tiene, aunque uno no las quiera predicar, aparecen.
Si él se fue cuando usted tenía dos o tres años, prácticamente no lo conoció.
No me acuerdo de nada. Y mi mamá destruyó todas las fotografías. Muchos años más tarde, mi hija Paula encontró en casa de unos primos lejanos una foto del matrimonio de mi madre. Esa es la única foto que tenemos de él.
¿No le dio curiosidad conocerlo?
No. Ninguna. Porque no existió en mi vida. Mis dos hermanos, en cambio, sí tuvieron curiosidad y lo buscaron y lo encontraron. Parece que se llevaron una desilusión porque lo vieron una vez y eso fue todo. Mi mamá no habla de él. Cuando le preguntábamos, solo decía “era un hombre inteligente, mijita”. No se le saca una palabra más. Ella tiene 93 años, está totalmente lúcida y me escribe todos los días. Usa la tecnología, correo electrónico, Skype, todo eso.
Una familia longeva…
La de mi mamá es longeva, pero mi padre murió temprano. Le dio un ataque al corazón en la calle y se murió en la calle. Me tocó identificar su cadáver. Yo tenía como 30 años, estaba en Chile y llamaron a mi oficina para que fuera a la morgue a reconocer un cuerpo. Pensé que era mi hermano Pancho. Me fui corriendo. Cuando me mostraron el cadáver, era una persona que no conocía, que nunca había visto. Recuerdo que solo dije “ese no es mi hermano”. En ese momento llegó mi padrastro y me dijo que era mi padre. Ahí lo miré por primera vez. Pero no sentí nada. Sentí el shock de ver un cadáver por primera vez, pero no más.
Padres ausentes, pero madres muy presentes, en su literatura.
Siempre. Mujeres fuertes. Si no es la mamá, son reemplazantes, pero siempre hay una imagen de madre, un personaje femenino que es muy poderoso. Pero fíjate que esto cambió en la nueva novela. En El juego de Ripper, el personaje de Indiana no es particularmente fuerte. Es bastante vulnerable y frágil. Creo que es la primera vez que me encuentro con una protagonista así. Y me sorprendí.
¿Será que ahora usted misma acepta ser más frágil?
No lo había pensado. Puede ser. Ahora que tengo 71 años siento que estoy más abierta a mi propia vulnerabilidad. Ya no tengo que defenderme de todo, como me pasaba cuando era joven y debía matarme trabajando para sacar adelante mi familia. Ahora, con los hijos ya criados, y los nietos en la universidad, tan lejos que ni se acuerdan que tienen abuela, ya me permito dejar las armas.
Usted vivió la enfermedad y la muerte de su hija Paula, que con seguridad no solo cambió su vida sino su escritura…
Ese fue el gran cambio de mi vida. A mí se me acabó la juventud en veinticuatro horas. El duelo de un hijo siempre se lleva por dentro. Nunca se olvida. Creo que he incorporado una cierta tristeza que me ablanda el corazón, que me hace más tolerante, más buena persona diría yo. Pero estoy convencida de que el espíritu de mi hija me acompaña. Empiezo todos mis días saludándola.
Todos los días la saluda, ¿literalmente?
Literalmente. Todas las mañanas me despierto muy temprano, cuando todavía está oscuro, y empiezo una meditación saludando a Paula. Otra gente reza, yo converso con ella.
¿Cree en Dios?
Por supuesto que no. Creo que existe el espíritu y que la naturaleza es una cosa formidable llena de misterios inexplicables. Y sobre todo creo que no todo se termina, sino que se transforma.
Después de la experiencia con su hija, ¿cómo es su relación con la enfermedad?
Le temo a la enfermedad. He tenido siempre buena salud, pero últimamente he pensado mucho en el proceso de envejecer. En el 2010 le diagnosticaron a mi marido una enfermedad terminal –fibrosis pulmonar– y le dieron dos años de vida. Ahí sentí la angustia de adorar una persona que se te va a morir. Lo mismo que viví con Paula. Afortunadamente lo de Willy fue un diagnóstico mal hecho. Pero durante esa crisis entendí más lo que significa perder la salud.
¿Qué siente cuando mira hacia atrás en su literatura?
He cambiado, pero no sé si he mejorado o no. Es diferente. En la época en que escribí La casa de los espíritus mi estilo era francamente barroco. Había una exageración en el lenguaje que hoy, sobre todo después de vivir por tanto tiempo en un país como Estados Unidos, me resulta exagerado. Además, los tiempos han cambiado. Ya nadie lee ese tipo de libros. En ese sentido he cambiado, pero no necesariamente he mejorado. Creo que no cometo los mismos errores del pasado, pero cometo muchos errores.
“Ya nadie lee ese tipo de libros”, dice. ¿Busca escribir lo que se está leyendo?
No, pero sí tengo en cuenta lo que yo leo. Uno se va influenciando por lo que lee. También por lo que ve. Me encanta repetirme las películas antiguas, por ejemplo, y comparar su narrativa con las de hoy. Son otra cosa por completo. Igual pasa con los libros. Hoy en día puedes leer a Chejov, pero cuesta mucho leer a Dostoievski.
¿Cuáles son los clásicos a los que siempre vuelve?
No vuelvo a nada. Estoy tan apurada que no vuelvo a nada.
Escribió un libro titulado Amor, ¿cómo le ha ido a usted en esa materia amorosa?
He sido muy afortunada. Siempre he tenido a mi lado una pareja que me ha querido mucho. Ningún hombre me ha dejado y nunca he tenido motivos para estar celosa…, o será que ando distraída. Pero te voy a decir algo, porque la gente me pregunta, “ay, las escenas eróticas de sus libros son tan increíbles, ¿usted escribe por experiencia?”. No, mijita, todo eso es imaginación e investigación.
¿Le molesta que digan que usted hace mala literatura?
Depende de quien lo diga. Generalmente lo dicen otros escritores que venden menos que yo.