Voces

Las cosas ya no se llaman por su nombre

FEDERICO ARANGO, Subeditor de Opinión de EL TIEMPO. – Eufemismos que disimulan problemas y lenguaje ‘oenegero’ hacen parte de la tendencia idiomática.

El fenómeno tiene lugar sobre todo en el sector público. A diario la gente nota cómo se le deja de llamar pan al pan y vino al vino, para usar rebuscados términos que no todo el mundo entiende; a veces, simplemente para demostrar una supuesta experticia, y otras, con el fin de maquillar realidades adversas.

Dicen los entendidos que el lenguaje determina y moldea nuestras nociones de la realidad y que en esa medida al transformarlo actuamos sobre ella. Pero hay quienes creen que debe ser al revés, de manera que la transformación de la realidad termina reflejándose en el lenguaje, camino más largo y empinado.

Más allá de este debate tipo huevo-gallina, lo cierto es que son muchos los casos en Colombia donde la denominación acuñada desde instancias oficiales para un problema se estrella de frente contra él, haciéndose evidente que nombrarlo distinto no va a solucionarlo. Y más grave aún resulta cuando el esfuerzo estatal se limita a eso.

Hay múltiples ejemplos, desde el atrevimiento de llamar migrantes internos a los desplazados por la violencia, inseguridad alimentaria al hambre y sectores vulnerables a comunidades en la pobreza hasta el caso de los Grupos Armados Organizados en los que amanecieron convertidas hace poco en bandas criminales o ‘bacrim’. Hasta al viejo fantasma del racionamiento eléctrico le dieron una nueva identidad: cortes programados, de la misma manera que las cuotas políticas reemplazaron a las cuasipatrimoniales corbatas. Ni hablar, qué lástima, de los ‘falsos positivos’ como camuflaje de las ejecuciones extrajudiciales.

(Además: El ‘oso’ de usar anglicismos en la oficina para descrestar)

Esta jerga sirve para dar la apariencia de una experticia técnica, de un conocimiento único y críptico al que los mortales no podemos acceder.

Sergio Roncallo, profesor de la Universidad de la Sabana

Pasa lo mismo cuando una administración local advierte sobre una afectación vehicular en una vía en la que miles de conductores padecen un trancón de antología. Calle que muy posiblemente presenta, a juicio de las autoridades, baches y ondulaciones (léase parece la superficie lunar, plagada de cráteres).

La tendencia es similar a la que se ve con algunos movimientos sociales (generalmente en el costado izquierdo del espectro político) y sus acciones afirmativas de inclusión en el lenguaje, que han instalado la expresión “en situación de”: personas en situación de calle, en situación de desplazamiento, en situación de discapacidad, etc.

“Años de segregación activa, racismo, clasismo, sexismo y homofobia, por parte del establecimiento político y religioso del país, han hecho que, desde una perspectiva wittgensteiniana (hablamos como pensamos), la izquierda biempensante haya decidido emprender esta cruzada”, explica Santiago Rivas, presentador del programa de televisión Los puros criollos, quien ha estudiado este fenómeno por su cuenta. Para él, de esta manera se sacrifica la elocuencia y el sentido, en pro de la forma.

“Muchas de esas ‘poblaciones vulnerables’, los líderes y las ‘lideresas’ de los ‘procesos a viabilizar’, son los mismos que exigen del establecimiento este lenguaje cargado de eufemismos y posturas políticamente correctas, que terminan por afectar la posibilidad de comunicarnos entre nosotros”, añade Rivas.

La otra pata de este asunto es el uso de un léxico extremadamente especializado e incomprensible para buena parte de los colombianos. Es como si expresarse así fuera una señal de pertenencia a una curiosa vanguardia burocrática. Funciona como cualquier moda: de un momento a otro surge un término, un barbarismo las más de las veces, y en un parpadeo está siendo pronunciado en cuanta reunión, comité o seminario tenga lugar.

“Esta jerga sirve para dar la apariencia de una experticia técnica, de un conocimiento único y críptico al que los mortales no podemos acceder –plantea Sergio Roncallo, profesor de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de la Sabana–. En gran parte, se trata de una forma esnob, arribista, de hacer una ‘limpieza’ del lenguaje, bajo el supuesto de que hay cosas que si se dicen en un tono que todos entendamos no resultan políticamente correctas”.

De esta cosecha hacen parte términos como retroalimentación, coadyuvar, socializar, propender, cocreación, interlocutar y, sobre todo, el abuso al que a diario son sometidos los verbos aplicar, socializar y validar, entre muchos otros.

Es dentro del marco de esta tendencia que hoy se habla, por ejemplo, de la siembra por parte de adultos mayores de equis cantidad de individuos arbóreos para referirse a unos tiernos abuelos que plantaron unos arbolitos. O de políticas de atención integral para los perros y perras en situación de abandono cuando unas almas caritativas rescatan a unos pobres gozques callejeros.

Como decíamos, este fenómeno no es exclusivo del ámbito estatal. Recordemos cómo hace ya varios años que las máquinas de los casinos dejaron de ser tragamonedas para convertirse en pagamonedas. Y de cómo el verbo manejar canibalizó a tener con la misma ferocidad que colocar ya lo hizo con poner.

Fundamental tener en cuenta que ya ningún promotor (vendedor) invita a comprar un plan de tiempo compartido o un curso de lectura rápida. No. Ahora la invitación es a invertir. Tal vez en unos años le pediremos al mesero “el valor de la inversión en nutrición y esparcimiento” en lugar de la cuenta.

(Lea también: ‘Grilla’ o ‘farra’, ¿dónde quedó el buen uso del idioma universitario?)

Es urgente abordar el tema. Poner sobre la mesa la importancia de frenar o al menos moderar la tendencia. De lo contrario, a vuelta de unos años se hablará de que James Rodríguez es un futbolista en situación de suplencia o de que en Venezuela no se maneja lo que es la democracia como tal.

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FEDERICO ARANGO
Subeditor de Opinión de EL TIEMPO

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